martes, 18 de octubre de 2016

                         

                 

                LA CARRETA DE LOS MUERTOS


                              Por Gilberto Camacho
                                          Águila Blanca.



     Eran dos jóvenes que andaban paseando en una carreta tirada por caballos. Decía un letrero colgado en el tobillo de uno de ellos: “pa ’escarmiento” mataron a sus patrones. Los niños de San Sebastián –pueblo a donde vivía- seguimos el carromato por donde anduvo con los cadáveres. El carretero y su acompañante se detenían de vez cuando: fueron por Barrio Alto, que está cruzando el arroyo; la presa y la estación del tren a la hora que pasaba el expreso  de Querétaro. Los pasajeros se aglomeraron en las ventanillas para ver a los muertos tirados sobre el piso de la carreta con los pies desnudos. Preguntaban el motivo. El carretero, viejo, barbón, flaco y de manos peludas, se subió a donde estaban los difuntos y desde allí dijo en voz alta: mataron a sus patrones –dos abuelos que los habían criado- y se llevaron el oro. El día del robo se “jueron” en este mismo tren pa´ México. De allí los trajimos.
     ¿Quién los mando matar? - Preguntó un pasajero.
     Matar no, “jusilar”. Fue el Presidente Municipal.
     El tren silbó tres veces, en esos momentos, indicando que iba a emprender su camino a la Ciudad. Los pasajeros, sin alcanzar a comprender el hecho y un tanto consternados, iban tomando sus asientos y otros no se despegaban de las ventanilla para ver por última vez aquella estampa que parecía arrancada de la historia de Old West.
     Eran las once cuando se fue el tren. Los rieles y durmientes empezaron a vaporizar, a despedir ese olor de chapopote. Los cadáveres que ya tenían tres días de andarlos paseando, se empezaron a descomponer y salían de los matorrales enjambres de moscas y moscardones

-moscas grandes que zumban y tenían  el caparazón verdoso-. Nadie, ni muchos menos el carretero y su ayudante -un tipo de pantalón de tirantes y sombrero de palma que le cubría la cara dejando ver solamente la punta de la barba- se las espantaban o les ponían algo para taparles, por lo que las moscas estaban de fiesta entrando y saliendo por las bocas abiertas, las orejas y adonde iban los muertos iba el cortejo fúnebre de volátiles enjambres. Una viejita se atrevió a decir: ¡ya entiérrenlos! El chofer de la carreta dándoles un latigazo a los caballos le contestó: no se meta en lo que no la llaman, pinche viejita. Nadie dijo más. La carreta enfiló para Nopala. Se holló el silbato profundo de la máquina que se fue perdiendo en la inmensa soledad de las montañas.