LA CARRETA DE LOS MUERTOS
Por Gilberto Camacho
Águila Blanca.
Eran dos jóvenes que andaban paseando en
una carreta tirada por caballos. Decía un letrero colgado en el tobillo de uno
de ellos: “pa ’escarmiento” mataron a sus patrones. Los niños de San Sebastián
–pueblo a donde vivía- seguimos el carromato por donde anduvo con los
cadáveres. El carretero y su acompañante se detenían de vez cuando: fueron por
Barrio Alto, que está cruzando el arroyo; la presa y la estación del tren a la
hora que pasaba el expreso de Querétaro.
Los pasajeros se aglomeraron en las ventanillas para ver a los muertos tirados
sobre el piso de la carreta con los pies desnudos. Preguntaban el motivo. El
carretero, viejo, barbón, flaco y de manos peludas, se subió a donde estaban
los difuntos y desde allí dijo en voz alta: mataron a sus patrones –dos abuelos
que los habían criado- y se llevaron el oro. El día del robo se “jueron” en
este mismo tren pa´ México. De allí los trajimos.
Matar no, “jusilar”. Fue el Presidente
Municipal.
El
tren silbó tres veces, en esos momentos, indicando que iba a emprender su
camino a la Ciudad. Los pasajeros, sin alcanzar a comprender el hecho y un
tanto consternados, iban tomando sus asientos y otros no se despegaban de las
ventanilla para ver por última vez aquella estampa que parecía arrancada de la
historia de Old West.
Eran las once cuando se fue el tren. Los
rieles y durmientes empezaron a vaporizar, a despedir ese olor de chapopote.
Los cadáveres que ya tenían tres días de andarlos paseando, se empezaron a
descomponer y salían de los matorrales enjambres de moscas y moscardones
-moscas
grandes que zumban y tenían el caparazón
verdoso-. Nadie, ni muchos menos el carretero y su ayudante -un tipo de
pantalón de tirantes y sombrero de palma que le cubría la cara dejando ver
solamente la punta de la barba- se las espantaban o les ponían algo para
taparles, por lo que las moscas estaban de fiesta entrando y saliendo por las
bocas abiertas, las orejas y adonde iban los muertos iba el cortejo fúnebre de
volátiles enjambres. Una viejita se atrevió a decir: ¡ya entiérrenlos! El
chofer de la carreta dándoles un latigazo a los caballos le contestó: no se
meta en lo que no la llaman, pinche viejita. Nadie dijo más. La carreta enfiló
para Nopala. Se holló el silbato profundo de la máquina que se fue perdiendo en
la inmensa soledad de las montañas.